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El sentido del bien – Heleno Saña

dilluns 6 d’octubre de 2025, per  Kiko Pavonic

«El sentido del bien», capítulo XVII de «Breve tratado de Ética. Una introducción a la teoría de la moral», del filósofo humanista y libertario Heleno Saña . El libro se puede descargar en PDF aquí .

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LA PRUEBA

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Elegir la bondad como norma de conducta es, a mi parecer, lo único que puede consolarnos de las miserias de este mundo, armarnos de fuerza interior para afrontar los reveses que el destino nos asigna y darnos el sentimiento de que nuestra vida no está desprovista de sentido. O como nos dice Calderón en La vida es sueño: «Mas sea verdad o sueño / obrar bien es lo que importa». O para ceder la palabra a Francisco de Asís: «La suma sabiduría es obrar siempre bien». Es naturalmente también lo que guía los pasos de Don Quijote, como Unamuno sintetizará en su obra sobre él y su escudero: «Es lo que hay que ser en el mundo, señor mío, bueno a secas, bueno sin adjetivos ni teologías, ni aditamento alguno, bueno y no más que bueno». Es la máxima a que se atuvo Fermín Salvochea, un santo anarquista amigo del príncipe Kropotkin que, en su calidad de alcalde de Cádiz, intentó llevar en el último tercio del siglo XIX sus ideas manumisoras a la práctica. Detenido varias veces por la Justicia, un juez le preguntó un día cuál era la religión que profesaba, a lo que respondió: «Hacer el bien». Al pronunciar estas sencillas palabras, el noble ácrata andaluz no era quizá consciente de que estaba sintetizando con ellas la esencia y los fundamentos de lo que significa y puede ser la elección de la conducta ética como principio y norma de nuestra estancia en la tierra.

Pero dicho esto, me apresuro a añadir que dar este paso es todo lo contrario de un sendero de rosas. Ya el hecho de verse confrontado sin cesar con la injusticia y otras formas del mal se convierte inevitablemente en una fuente de sufrimiento interno y, a menudo, de desolación. «Les ames profondes ne peuvent être sans mélancolie» (Las almas profundas no pueden estar sin melancolía), anotaba con plena razón Léon Bloy en su Journal [433]. El dolor pertenece intrínsecamente a la naturaleza humana, y no hay, por ello, ningún motivo para avergonzarse de él. Como nos recuerda Pascal: «No es vergonzoso que el hombre sucumba al dolor; lo único vergonzoso −añade− es que sucumba al placer» [434]. Y cuando su origen es el amor a los demás, pasa a ser un signo de nobleza. A este estado de ánimo pertenece el sentimiento de soledad que con frecuencia se apodera de quienes se entregan a una tarea altruista. Esta experiencia puede llegar a convertirse en una larga marcha a través del desierto, o en la «noche oscura del alma» tan familiar a San Juan de la Cruz. No se trata de una soledad física sino interior; de ahí que la mayoría de las veces surge cuando, mezclados con los demás, somos testigos directos de su embrutecimiento moral, de su deshumanización o de sus incontables ejercicios de vanidad. Eso explica que los santos, los místicos, los bienhechores de la humanidad, las almas sensibles y los espíritus superiores hayan sentido a menudo la necesidad de apartarse del mundo y retirarse a una celda o a un lugar recóndito adonde no les lleguen las voces inoportunas y ruidosas de la multitud. O como escribía Sénancour, también un alma solitaria e incomprendida: «Son las decepciones de la vida las que nos comprimen y obligan a replegarnos en nosotros mismos» [435]. No, no es siempre fácil asistir al espectáculo raramente edificante del mundo y entregarse a la vida espiritual que uno lleva dentro en medio de la que encontramos fuera, compuesta, las más de las veces, de individuos sin otra preocupación y otra meta que la de organizar lo más rentablemente posible su ego personal. Pero es precisamente la tristeza que nos invade por este estado de cosas la que despierta en nosotros el deseo de no parecernos a los demás y la nostalgia de que un día aprendan a ser mejores de lo que ahora son. Mas esta esperanza no basta siempre para mantener en pie la fe que nos alienta, amenazada de continuo por el temor de ceder a nuestras flaquezas y al instinto de comodidad que, en mayor o menor medida, todos llevamos dentro.

Por lo demás, quien no conoce la experiencia de la adversidad y está acostumbrado desde niño a vivir placenteramente y sin grandes conflictos y desafíos existenciales, corre siempre el riesgo de convertirse en un señorito satisfecho, un modo de ser que, en general, conduce directamente al egoísmo. El dolor puede ciertamente degenerar en resentimiento, envidia y afán de desquite, pero puede contribuir también a formar nuestro carácter y a darnos una madurez humana que el niño mimado desconoce. Páthei máthos (Aprende sufriendo), aconsejaba ya Esquilo. Si es humano rehuir el dolor, lo es todavía más aceptarlo como una oportunidad que el destino nos concede para que aprendamos a liberarnos de nuestra proclividad a la ligereza y a la superficialidad, y sumergirnos en las honduras de nuestro ser, allí donde habitan la verdad y el bien. Lo que el Renacimiento llamaba homme complète o Marx «hombre total» incluye todo lo que el destino nos concede, pero es también inseparable de todo lo que nos niega, y constituye un dualismo nunca superado de gratificación y renuncia.

De ahí que lo primero que el hombre consagrado al bien tiene que aprender es a no dejarse vencer por el desaliento. Sin este fondo de resistencia interior, carecerá de un fundamento sólido para afrontar con serenidad y entereza los males y desventuras del mundo. Se trata de una prueba nunca concluida y siempre renovada. Ello explica las caídas y recaídas en la desmoralización, la decepción y la resignación, una experiencia común a toda forma de apostolado moral. Toda pedagogía, cosmovisión o ideología que no tenga en cuenta esta problemática corren el riesgo de buscar alivio en posiciones edificantes o en apologías totalmente alejadas de la realidad. Incluso, y precisamente, cuando nos elevamos a los ideales más nobles y puros, no podemos ignorar la proclividad humana a sucumbir a lo innoble y bajo. Ser fieles a nuestros ideales es negarse a estar satisfechos de nosotros mismos cuando alrededor nuestro no vemos más que dolor e injusticia; lo demás es capitulación. No se trata sólo de combatir nuestros bajos instintos, sino de sustraerse, en la medida de lo posible, a la influencia que sobre nosotros ejerce un entorno dominado por el egoísmo, el materialismo, la agresividad y otras formas del mal, como ocurre en general en la sociedad saturada y cínica de nuestros días.

BONDAD Y AUTORREALIZACIÓN

A pesar de los obstáculos y escollos que acabamos de señalar, no hay modo más alto y bello de autorrealización que la bondad. He vivido los suficientes años como para estar en condiciones de afirmar, sin patetismo pero con plena conciencia de lo que digo, que la vida sólo adquiere su pleno sentido cuando la vinculamos a un ideal que trascienda el área escueta y limitada de nuestro yo. Y no menos convencido estoy de que pensar sólo en sí mismo es una forma de la autonegación. Quien haya comprendido esta verdad no podrá ya optar por otra forma de ser, de obrar y de existir. Quienes rehúyen este camino se ahorrarán ciertamente muchos sinsabores, aunque morirán sin haber conocido lo que significa el intento de ser buenos. ¿Para qué hemos venido al mundo? ¿Para gozar y pasarlo bien? Sin duda, pero no sólo y principalmente para eso, sino sobre todo para dar sentido a nuestra vida. ¿Qué le queda al hombre que no consagra su vida a un menester transpersonal? A lo más, la transitoriedad de los placeres y alegrías que la suerte pueda depararle, los éxitos profesionales o sociales que pueda acumular o la vanidad satisfecha. Sin embargo, esto no son más que luces y fuegos fatuos que se apagan y no dejan más que la triste ceniza del silencio y el olvido que, en general, es el desenlace final de quienes han vivido sólo para ellos mismos. Esto significa que toda vida que transcurre al margen del bien es una vida deficitaria y malograda, por muy fecunda y positiva que haya podido ser en otros aspectos. O como nos dice Rousseau: «Lo esencial es ser buenos con la gente que uno vive» [436]. Y de manera parecida, su compatriota André Gide cuando nos aconseja: «Assumer le plus possible d’humanité» [437], El sentido de la vida y el sentido del bien son una y la misma cosa, constituyen una unidad cerrada. Intentar separar ambas categorías es ya alejarse de la verdad. El mayor peligro al que se enfrenta todo hombre es el de ceder a la tentación de acomodarse a la realidad y nadar a favor de la corriente; de ahí que la mayoría sucumban a ella y se conforme con el destino estándar y mediocre que la sociedad del bienestar le brinda, sin apercibirse de que este modelo de existencia es, como sabía ya Emmanuel Mounier, «la forma moderna de la nada» [438]. Y los que intentan resistir a esta tentación suelen ceder a las primeras decepciones y se retiran a cultivar su jardín privado. Y para justificarse ante sí mismos y los demás, dicen: «Yo intenté hacer el bien, pero comprendí pronto que era un empeño ilusorio y vano», lo que les basta para tranquilizar su conciencia. Ésta es, más o menos, la dialéctica de quienes optan por la comodidad, y no por lo que D. H. Lawrence llamó en una de sus cartas «the great effort towards goodness» (el gran esfuerzo hacia el bien) [439]. Pienso, por lo demás, que los hombres que pasan sin grandes dudas y vacilaciones de la ilusión ética al cinismo y logran instalarse en él confortablemente y sin remordimientos, es porque carecían de verdadera fuerza espiritual. Creo, asimismo, que cuando ésta existe, no puede ser aniquilada fácilmente y convertirse en indiferencia o embrutecimiento moral.

Pero de lo que se trata es, justamente, de ser buenos, sabiendo de antemano que con ello no extirparemos el mal. Y es en esta conciencia de nuestros límites en la que radica el mérito del bien que podamos hacer.

LA DIMENSIÓN ABSURDA

Dicho todo lo que antecede, es imprescindible señalar que a una vida consagrada al bien pertenece también la disposición a aceptar sin amargura todo lo que el destino nos niega y a conformarnos con lo mucho o poco que nos conceda. Ésta es la única manera de no sucumbir a la tendencia siempre latente de la autoconmiseración, compañera inseparable del narcisismo y el autocentrismo. No comprenderemos integralmente lo que es la vida si no tenemos en cuenta su dimensión, a menudo absurda y arbitraria, y los daños y las tragedias que por ello provoca. Por muy plena que sea la felicidad que el hombre pueda alcanzar; es todo lo contrario de un estado inalterablemente seráfico o beatífico, sino un bien que, en el mejor de los casos, la suerte nos concede provisionalmente. En este sentido, deberíamos atenernos a las enseñanzas del estoicismo y a su capacidad para aceptar la adversidad y la desgracia como parte intrínseca de la condición humana. Sin esta conciencia de nuestra radical fragilidad, estamos condenados a vivir con el miedo o la desesperación a cuestas. La clarividencia o sabiduría suprema consiste precisamente en admitir que, por encima de nuestra voluntad, están en último término los designios impenetrables e imprevisibles del azar.

El momento ético de este trasfondo existencial que estoy describiendo estriba en aprender a dominar nuestras pasiones y nuestro deseo de conseguir todo lo que nos proponemos y anhelamos. Nuestro deber es el de contribuir, en la medida de nuestras fuerzas y posibilidades, a una humanización de las condiciones de vida imperantes en la fase histórica que nos ha tocado vivir, pero sin dejar nunca de tener presente que nuestra lucha contra lo absurdo y lo injusto puede chocar con la indiferencia o la hostilidad de un número mayor o menor de nuestros semejantes. No basta, pues, con ser buenos, sino que es también necesario admitir de antemano que nuestra conducta ética no sea compartida por los demás, una aporía que sólo podremos superar movilizando nuestra resistencia interior contra el desaliento y la desmoralización. Hemos de partir, efectivamente, del supuesto de que el bien estará siempre, o casi siempre, en minoría frente al mal, lo que significa que tomar partido por él equivale a optar por el aislamiento o la marginación, y en casos extremos, con la persecución y hasta con la pérdida de la libertad e incluso de la vida, como nos enseña el testimonio de las innumerables almas excelsas que a lo largo de la historia fueron fieles hasta el final y con todas las consecuencias a sus ideales, desde los cristianos de las catacumbas a los militantes obreros modernos. Por lo demás, comparto enteramente el noble veredicto de Sartre: «Sólo los cerdos creen ganar» [440].

No necesito asegurarte, amigo lector, que el propósito de mis reflexiones críticas no es el de desalentarte, ni mucho menos el de frustrar de antemano tu posible inclinación al bien. Su único objeto es el de que cobres conciencia de que elegir este camino presupone al mismo tiempo elegir la inseguridad de no llegar a la meta apetecida.

Ocultarte o relativizar este riesgo inherente a toda conducta ética significaría por mi parte no sólo un acto de imperdonable irresponsabilidad, sino también un modo de proceder en contradicción abierta con el designio pedagógico que me ha movido a escribir las páginas que estás leyendo. Precisamente porque aspiro a convencerte de que no hay nada más hermoso que consagrar nuestra vida a un ideal excelso, tengo la obligación moral de prescindir de todo planteamiento edificante y hablarte en román paladino, única manera de que no te llames a engaño y que conozcas desde el primer momento los innumerables escollos y obstáculos que a lo largo de tu camino tendrás inevitablemente que afrontar. Lo demás −créeme− no es más que doctrinarismo apologético, sea en su versión religiosa o ideológica.

LA RECOMPENSA

Lo que la bondad representa no se puede medir con los criterios utilitaristas tan comunes a nuestro tiempo. Esta es una de las razones de que sea tan incomprendida. Es una recompensa, pero una recompensa difícil de definir. En cierto modo, es lo indefinible por antonomasia. Si nosotros recurrimos a este término, es sólo en el sentido antiutilitarista que le daba Spinoza: «Beatitudo non est virtutis praemium, sed ipsa virtus» (La felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma) [441]. Lo que menos puede hacerse es evaluar la bondad en los términos convencionales o cuantitativos de éxito o de fracaso. Me atengo aquí a lo que Erasmo escribía en su primera confrontación con Lutero: «Sé que a menudo ocurre que el partido más numeroso vence al mejor» [442]. El que se cree vencedor es casi siempre el que más ha perdido, ya que la fuerza que conduce a la victoria es en realidad el fruto de la debilidad moral. Y, a la inversa, la elección del bien se nutre de fuerza moral.

Ganar o perder depende de una sola cosa: la conducta ética. Quien no elige el bien será siempre un fracasado, por mucho que se imagine ser lo contrario y por muchos trofeos que haya acumulado, como ocurre casi siempre con esos héroes de quita y pon que las tribunas mediáticas suelen fabricar para el consumo de masas.

Hay que trazar una rigurosa línea divisoria entre los valores intrínsecos y los extrínsecos. Lo que el fetichismo publicitario reinante glorifica como éxito no es, en la mayoría de los casos, más que un producto de mercado, o lo que en términos económicos se llama «valor de cambio»; de ahí que tenga muy poco o nada que ver con su valor real. Por lo demás, es harto sabido que el éxito externo se alcanza a menudo a costa de no pocas claudicaciones y derrotas inconfesadas, que son como la sombra que se esconde tras el oropel refulgente que se exhibe en las ferias de vanidades organizadas por los triunfadores públicos y sus managers para ser aclamados por las masas, ya se trate de la política, el deporte, el show−business o la industria de la cultura. Por eso vivimos en la sociedad que Guy Débord llamó «del espectáculo», que fue también la causa de su suicidio. ¡Pobre hombre! Pero más pobres son las almas comercializadas que consideran que el summum bonum consiste en aparecer en las pantallas de televisión o en los titulares de los periódicos. No serán nunca la riqueza, el poder y otras conquistas materiales las que nos darán la felicidad, sino que más bien nos alejarán de ella, a menos que empleemos estos privilegios para ayudar a quienes no los poseen.

«La felicidad material −escribía Tolstoi en sus Diarios− se obtiene sólo a costa de los demás; la felicidad espiritual, haciéndoles felices» [443]; de ahí su máxima: «Humildad y búsqueda incesante de hacer el bien» [444]. La recompensa consiste en sentirse embargados por la emoción cada vez que logramos ayudar, consolar o dar una alegría a alguien. O para decirlo con las bellas palabras de Albert Camus: «Cuando se ha visto una sola vez el resplandor de la dicha en el rostro de un ser querido, uno sabe que para el hombre no puede haber otra vocación que la de suscitar esta luz en los rostros que lo rodean» [445].

Es la recompensa reservada a las almas generosas que viven dando más que recibiendo. Por lo demás, dar al otro una parte de nuestro ser es, en el fondo, una manera de recibirlo nosotros mismos en forma de plenitud interior. Nada de lo que damos a los demás se pierde, empezando por la alegría que nace en nuestro pecho. Es el máximo don que el destino nos concede: poder ser útiles a nuestros semejantes, un don al que el ególatra o el malo no tienen acceso. ¿Cabe mayor recompensa que la de haber sido designados para sembrar el bien?

Heleno Saña

Fuente: https://solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/biblioteca.html

NOTAS:

[433] León Bloy, Journal, tomo II, p. 320, París 1958

[434] Pascal, Pensées, p 1 18

[435] Sénancour, p. 133

[436] Rousseau, Emile ou de l’éducation, p, 39

[437] André Gide, Les nourritures terrestres suivi de Les Nouvelles Nourritures, p. 25, París 1972

[438] Emmanuel Mounier, Obras completas, tomo III, p. 532, Salamanca 1990

[439] El gran esfuerzo hacia el bien. Selected Letters of D.H. Lawrence, p. 101, Nueva York 1961

[440] Sartre, La nausee, p. 221, París 1961

[441] Spinoza, Ethica, pars V, prop. XLII

[442] Erasmo, De libero arbitrio diatribe sive collalio, Ib3

[443] Tolstoi, Tagebücher, p. 469, Munich 1979

[444] Ibid., p. 321

[445] Albert Camus, Carnets, p. 207 ¡Haz clic para puntuar esta entrada! (Votos: 0 Promedio: 0)


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