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El rock en su contexto
dimarts 14 d’octubre de 2025, per
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Hoy en día, cuando han pasado más de cuarenta años desde la creación del Salón de la Fama del Rock en Cleveland (“Hall of Fame”) y del canal MTV, resulta trivial decir que el rock ha muerto. Sus despojos son a lo sumo objeto de arqueólogos musicales, piezas de museo o material para la fusión con otros estilos mejor adaptados al consumo juvenil. No representa en absoluto la música de las generaciones actuales; no es un elemento significativo de su cotidianidad, ni menos un arma de su inexistente rebeldía. De hecho, el pop contemporáneo no lo hacen los jóvenes, lo fabrican otros para los jóvenes. Quienes eligen la música que desean escuchar no son ellos, sino los directivos de la industria musical. En fin, si nos ceñimos exclusivamente a los países de capitalismo tecnológico de masas, tampoco existe ya una cultura o subcultura específicamente juvenil opuesta a la cultura dominante, fuera del espectáculo, como en los sesenta, ni puede hablarse en puridad de una verdadera brecha generacional representada por la música pop, llámese esta tecno, hip hop, house, dance, k-pop, trap o reguetón. En la actualidad, la juventud es un factor universal objeto de un inmenso mercado: en la sociedad plenamente espectacular la cultura denominada “joven” es la que domina. Los contornos en el tiempo de la lozanía son cada vez más imprecisos. Conforme su capacidad consumidora se ha multiplicado, la duración del periodo juvenil se ha prolongado y la frontera con la edad adulta ha retrocedido mucho más allá de los 24 años fijados por la ONU. Al fin y al cabo, el sistema dominante se reconfiguró ideológicamente integrando los hábitos, valores y actitudes de la juventud a su acervo cultural. Gracias a internet y a las redes sociales, la adolescencia se eternizó en el mercado y la vida adulta se desvalorizó seriamente. Si la experiencia ya no estaba de moda, la edad dejó de vender. En un mismo proceso de alienación, las diferencias edadistas se borraron. La brecha entre generaciones ha sido colmada, pero no debido al intercambio mutuo y al establecimiento de objetivos comunes, sino al pánico al envejecimiento: los adultos quieren conservarse jóvenes cueste lo que cueste y los jóvenes pasan de ellos tanto como del pasado.
El texto “Rock para principiantes” tiene por objeto el rock en sus inicios y su culminación, poniéndolo en relación con las circunstancias históricas -sociales y culturales- que determinaron su desarrollo, expansión y universalización. El rock es un fenómeno cultural que pertenece a su época, aquella en la que la diversión era subversiva y el sexo, tabú, y su ser naufraga fuera de ella, perdiendo su significado verdadero en los vanos intentos de rehabilitación. Los años de posguerra -los treinta gloriosos- fueron años de prosperidad que posibilitaron el nacimiento en las urbes de un espacio juvenil autónomo, libre de constricciones laborales y pecuniarias. Paradójicamente, y en el caso concreto de los Estados Unidos, allá donde empezó todo, fue una época en la que la insatisfaccción, el aburrimiento y la decadencia política calaron hondo entre los jóvenes de todas las clases, situación que les llevó a buscar refugio en el mundo de las emociones, el erotismo, el canabis y la música negra. Fruto de todo ello fue el rock. Era una expresión musical que al echar raíces, desplegarse en compañía del soul y del folk, y oponerse a la guerra y la segregación racial, facilitó el camino de la conciencia y la utopía. «Los tiempos están cambiando», cantará Dylan. La separación entre generaciones puesta al descubierto por la música y la moda, no era más que el comienzo de un conflicto de clases de nuevo tipo, donde lo poético, lo lúdico y lo gratuito adquirían una importancia mayor. Divertirse era transgresor, como también llevar el pelo largo, vestirse de forma llamativa, hacer el amor o fumar maría, formas irreverentes de ejercer la libertad y enfrentarse con el puritanismo hipócrita del sistema. Según este insólito e innovador punto de vista, la revolución en el “primer mundo” sería una fiesta, un juego comunitario pacifista, un inacabable baile ceremonial. Jerry García, el guitarrista de Grateful Dead, apuntaría que, más que de una protesta, se trataba de una celebración.
Una serie constante de invenciones y mejoras técnicas -el tocadiscos, los amplificadores, el micro, el bajo eléctrico Fender, el transistor, el disco de siete pulgadas, el “Hit Parade”, etc., – favorecieron la penetración de la música pop en la vida cotidiana, y despertaron el interés por la música negra, donde el ritmo era la parte dominante. La acentuación rítmica la volvía más bailable y de eso se trataba. Las primeras huellas de lo que sería mucho después el rock podemos hallarlas en el fraseo pianístico superpuesto a un ritmo cuatro por cuatro marcado por el saxo de la pieza “R.M. Blues”, compuesta en 1945 por Roy Milton. A esa clase de música se la acabó llamando “Rhythm & Blues” como rechazo a su denominación corriente de “música de raza” y fue la base sobre la que se construyó el rock & roll a lo largo de los primeros años cincuenta del siglo XX. El r’n’b no era una música homogénea y podemos decir que cada gran ciudad tenía su estilo propio. En consecuencia, el rock’n’roll apareció simultáneamente en varios lugares -New Orleans, Chicago, Memphis, Los Ángeles- con características distintas, prestadas del rhythm’n’blues más o menos mezclado con el boogie, el hillbilly, el country, el swing o el blues eléctrico, dando preponderancia tanto al piano y al saxo tenor, como a la guitarra, el bajo acústico y la batería, o a las armonías vocales y la coreografía. Se acabaron las grandes orquestas y las bandas de jazz. El éxito de esa “música brutal, fea, degenerada y viciosa que jamás me haya disgustado escuchar”, según opinión de Frank Sinatra, revolucionó el “Show Bussiness”, borró las fronteras entre la música “blanca” y la de los afroamericanos. Sin embargo, al mismo tiempo, propició la expansión del negocio musical, algo que trajo consecuencias negativas para la rebelión juvenil. Elvis Presley fue quien mejor representó las dos caras del rock’n’roll, la provocadora y revoltosa del principio y la comercial y vulgar del final. La distracción, el placer –como después las flores en el cabello o la sexualidad desinhibida- no eran signos de desobediencia si entraban en el engranaje industrial del entretenimiento, caso del twist y la moda de los bailes. El apelotonamiento evasivo de los conciertos y festivales podía significar la mayor señal de acuerdo con la dominación.
Pocos años después, un estado de ánimo similar al americano, aunque menos radicalizado, se adueñaba de la juventud británica: Dave Davies, de los Kinks, cuenta en sus memorias que “cualquier cosa era posible en aquellos tiempos despreocupados (…) nos sentíamos invulnerables y la música lo significaba todo”. Tales circunstancias permitieron que el rock se rehiciera de nuevo en Inglaterra y desde allí, gracias sobre todo a los Beatles y los Rolling Stones, “invadiera” los Estados Unidos para proyectarse después mundialmente a través de los discos y la televisión. Millones de jóvenes sintieron que “su alma se había psicodelizado” como dijeron los Chambers Brothers en “Time has come today.” Un fenómeno de masas de tal calibre fue inmediatamente aprovechado, en tanto que productor de beneficios, por el capital, y en tanto que nueva cultura permisiva de orden, por la política. Fuera de control podía convertirse en una amenaza para el orden, y, bien encauzado, en un factor renovador imponente. Una vez depuesto Nixon y aparcada la vía represiva estadounidense que dejó tras de sí un reguero de muertos y buenas canciones, los ministerios de la cultura y la industria del espectáculo apostaron por la modernización (la suspensión de la amenaza de deportación de John Lennon podía servir de fecha.) Las emisoras y los platós televisivos le consagraron grandes espacios. Sofisticados equipos de alta fidelidad se pusieron al servicio de los nuevos melómanos. De alguna forma, el rock se instalaba en el sofá. A lo largo de los setenta se hizo cada vez más teatral, más sinfónico, más narcisista y mucho menos subversivo. Más Queen, más Bowie, más Pink Floyd y más New Wave. Hubo reacciones: El punk, el heavy metal, el rap de los primeros tiempos y el reggae lo fueron, pero no llegaron a desbordar los guetos que les contenían sin ser recuperados, aunque esa es otra historia.
La pérdida de autenticidad del rock ocurrió primero al entrar en los estudios de grabación. Era una música para ser oída en la radio y en los juke-box, dentro de los coches, en los bailes y en los guateques (“parties”), pero sobre todo, para escucharse en directo en espacios no demasiado grandes. Las sesiones de grabación solían durar poco. Los Animals grabaron “The House of the Rising Sun” en una sola toma. Led Zeppelin realizó su primer álbum en un solo día. No obstante, el “muro de sonido” de Phil Spector y la grabadora de cuatro pistas de los estudios Abbey Road cambiaron el panorama. Después, la ingeniería sonora introdujo múltiples modificaciones y efectos especiales incapaces de reproducirse en vivo. Salvo excepciones como Jimmi Hendrix, los artistas sonaban peor en directo. De hecho, muchas canciones grabadas jamás se interpretaron en público. El negocio de la venta de discos y la televisión estaban ninguneando las actuaciones en clubes y salas, favoreciendo en una misma jugada la conversión de la música en mercancía y de los intérpretes en ídolos. Las actuaciones en playback de la tele, prologaron el tratamiento espectacular de los videoclips promocionales, que con ayuda post festum del YouTube se convertirían en la herramienta más eficaz a la hora de insuflar en los jóvenes los objetivos, deseos y valores más acordes con la dominación. Los conciertos multitudinarios en campos de fútbol o grandes espacios vallados, con sus potentes equipos de sonido y pantallas, más propicios al vedetismo y a la pasividad, acentuaron el declive. El rock podía concentrar con facilidad a decenas de miles de personas, pero no para amotinarlas, sino para adormecerlas. No es de extrañar que la verdadera creatividad transitara por caminos de autodestrucción: Lou Reed, Syd Barrett, Sly Stone, Brian Wilson… Finalmente, la juventud fue confinada en un espacio acotado de macrodiscotecas y estadios, donde los pinchadiscos -DJ’s- facturaron una música sin músicos a partir de mezclas, cajas de ritmos y sampleos de vinilos. Con la tecnología digital llamando a las puertas, el rock, incluso en las formaciones más conservadoras “orientadas” a los adultos, tipo Status Quo, Dire Straits o Foreigner, estaba sentenciado. Otra época se inauguraba donde la música saltaba de los microsurcos analógicos a la codificación en lenguaje binario de los CD y todo se volvía más matemático, más regular, más previsible y más aburrido. En la actualidad, cualquier sonido instrumental es procesado por máquinas y reconstituido por “arquitectos” en un corta y pega capaz de simular una banda tocando en directo. Dado lo cual, la interpretación -parafernalia visual de luces y bailarines aparte- es puro karaoke.
La derrota de las revueltas anticapitalistas en el mundo se reflejó culturalmente en la posmodernidad, etapa caracterizada por la decadencia de las ideologías progresistas, la pérdida de valor del pasado, el escapismo espiritualista tipo Santana, la desconfianza en el futuro, la música disco, la reducción de la vida a imagen y el individualismo extremo. En ella, la categoría “juventud” no explicaba nada. La fiesta, el entretenimiento, la marcha, eran maneras universales, para todos los públicos, perfectamente integradas en la sociedad y fomentadas por las instituciones. Al aprobarse sus actitudes y ensalzarse sus gustos, la juventud dejó de servir como referencia identitaria aparte. Dejó de ser un peligro. Pero no solo por su supuesta perennidad, por la vulgarización de los tópicos juvenilistas en la vida adulta, sino por la inclusión de los jóvenes en el mercado laboral, por su sometimiento forzoso a las leyes económicas en las condiciones más precarias que se podían esperar. O sea, por su proletarización. La dureza de las crisis económicas redujo a cero sus posibilidades de autonomía, y por consiguiente, su imprevisibilidad y su especificidad. La juventud ya no era más que parte neutra de un mercado, donde todo, y por supuesto la música, seguía las reglas marcadas por la lógica espectacular del dinero. Un mercado importante que la atrapaba, la sometía y le ofrecía productos etiquetados como suyos. La música, por ejemplo, todo tipo de música, porque cada cual tiene sus preferencias y toda canción está disponible online. Ni siquiera la música tecno de los amontonamientos espontáneos e ilegales, ajenos al negocio, iba más alla del aturdimiento en compañía. Decididamente, ni las raves ni los “botellones” cambiarían el mundo.
Los años ochenta del siglo pasado marcaron el inicio de la globalización, etapa donde el comercio y las finanzas correrían a amalgamarse con la cultura, la diversión gregaria, la misma nostalgia y la música pop. El trabajo de los productores en cuadrilla se impuso sobre la personalidad aislada de los intérpretes; triunfó el arreglo normativo sobre la improvisación, el collage sobre la originalidad, lo seguro sobre lo creativo… Ningún detalle quedó al margen de lo que llaman “la producción”. Los sintetizadores, secuenciadores y vídeos serán los instrumentos de legitimación mayor del espectáculo. Al final, las gustos, modas y estilos juveniles se regirán en exclusiva a través de canales y plataformas de streaming. Sin embargo, en plena proletarización del mundo, el público juvenil no podrá evitar ser una reserva de mano de obra en situación apurada, cuyas perspectivas laborales y vitales serán más que problemáticas, y, musicalmente hablando, poco formulables. El enorme contraste entre el modo de vida frívolo, fetichista y acelerado del mensaje mercantil y la pobreza real de quienes no pueden subirse al carro hedonista, proporciona un buen baño de realidad y -esperemos- un mejor gusto musical. El desencanto abrirá nuevas brechas y generará nuevos conflictos que -deseamos- intentarán que la dominación, tal como ahora es, se vaya con su música a otra parte. Que así sea.
Miguel Amorós
Presentación del libro “Breve histoire sociale du rock” el 6 de septiembre de 2025 en el Petit Festival de Puylaurens, Occitania. ¡Haz clic para puntuar esta entrada! (Votos: 0 Promedio: 0)
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